sábado, 6 de febrero de 2010

Del Nintendo de Sombrita al Wii de Sebastián


Nunca me gustaron los videojuegos. En mi barrio de toda la vida, claro, Atahualpa en el Callao, a comienzos de los ochenta no era común hablar de ellos. El recuerdo más lejano que tengo es el Atari de Sombrita. Sombrita es Carlos Ardiles Rojas, uno de los muchachos con los que peloteábamos y vivíamos felices en el barrio. En su casa había un Atari. Todos los niños que jugábamos al Kiwi, al Chiquimango, al Palito Chino, y otros juegos sabíamos que había un Atari allí en su casa, pero no recuerdo a uno que le agarró cariño a esa máquina negra que ponía carreras de carros en la TV y al viejo Pacman que comía mostritos.

Recuerdo que cuando ese Atari fue novedad en casa de los Ardiles, todos los mocosos del barrio entramos un día en ella para ver de que se trataba ese Atari. Claro, cuando llegó a mí el mando para que guíe al Pacman a comer los mostritos yo había esperado un largo rato. Mi decepción fue grande cuando a los pocos segundos (no creo haber llegado al minuto) mi juego había terminado. ¿Qué? ¿Eso era todo? Señoras y señores. Niñas y niños: Esto no es conmigo. No creo haber llegado al minuto cuando ya estaba nuevamente en la calle, seguramente jugando con los que antes que yo, también se habían decepcionado del Atari.

No recuerdo más intentos con el Atari de Sombrita. Algunos años más tarde, ya en los últimos años de la secundaria tendría un nuevo encuentro con los videojuegos. Fue en casa de mi amigo Germán Bedoya Vinces, compañero en el colegio y también del barrio. Fuimos a su casa con otro amigo del colegio, mi gran amigo Erick Tamaríz Quijandría, compañero también de la banda de músicos del colegio. Germán tenía una consola de juegos (no se si era un Atari o un Nintendo, o que otro nombre tenía). Esta vez éramos solamente tres “players” así que no había mucho tiempo de espera entre juego y juego. Claro, siempre era yo el que perdía y tenía que entregar el mando.

Por alguna extraña razón nunca he sido bueno para los videojuegos. Tan malo era que ni siquiera me angustiaba por querer volver a jugar. Si jugaba o no me tenía sin cuidado. Creo que no me gustaban y punto. No recuerdo, por ejemplo, haberles pedido alguna vez a mis padres que me compren una consola de videojuegos. Ellos desde luego, deben haber celebrado eso en su momento. Lo mío en esa época era jugar en la calle.

Ya a finales de los noventa tendría un nuevo encuentro con los videojuegos. Fueron algunos encuentros con mi hermano del alma y colega, mi tocayo Gustavo Contreras. Fue en un pueblo llamado Chuiquián, a donde llegamos para trabajar en el proyecto Antamina, pueblo en el que vivimos durante poco más de un mes. Un día pasamos por una casa a la que los niños llamaban “El Vicio” y donde varios niños jugaban Play Satation. Gustavo me animó a jugar y, desde luego, me negué al comienzo. No quería probar nuevamente el trago amargo de perder todos los juegos. Al poco rato ya estaba allí peleando con Gustavo en un juego clásico llamado Street Figther (no se si era el 1, o 2 o cuál, tal vez mi tocayo lo recuerde). Pero recuerdo haber sido la burla de algunos petisos “viciosos” cuando veían como mi tocayo de deshacía de mi en apenas pocos segundos. Lo mío era celebrar uno que otro golpe franco que lograba colocar en los cuerpos de los personajes de mi tocayo (siempre fue para mi un misterio cómo le hacía para meter esos golpes). Al poco rato llegó el momento de dejar Chiquián y acabo ese nuevo acercamiento a las consolas.
Cuando llevaba un año en el proyecto Antamina, nos movimos a un campamento llamado Pachapaqui, por ser el nombre del pueblo donde estaba ubicado el mismo. Mi abuela Hilda, en uno de mis viajes de visita a Lima, me dijo que alguna vez una señora le había dejado “un aparato dicen para jugar en la televisión hijo ¿no quieres llevarlo?”. No dude en decirle que si quería llevarlo. En la casita del campamento en Pachpaqui teníamos televisor y un VHS y pensé que podía aportar un toque de tecnología a nuestro “centro de entretenimiento” llevando este “aparato para jugar en la televisión”. Ese aparato se llamaba Nintendo. Y tenía solamente dos cassetes: Uno de carrera de autos y el otro de… no me acuerdo. Fue la sensación en la casa: Rommel Serván, Tito Montagne, Gustavo Contreras, Fredy Benites, Félix Chávez, Alberto Machado, Lucho Castillo, y yo nos turnábamos para jugar. Dos jugadores por carrera, el que perdía entregaba el mando. Desde luego, yo siempre entregaba el mando. Poco a poco dejamos de usarlo. Otro capítulo con los videojuegos se cerraba.

Han pasado poco más de diez años y una nueva historia ha comenzado. Aunque esta vez con otro sabor. Sebastián mi hijo, el pequeño que me sigue, había descubierto en el Internet a un pequeño personaje llamado Mario Bross (gracias a links de juegos para niños que le dieron en el nido). Yo lo veía jugar y me sorprendía la habilidad con que avanzaba algunos niveles y también sufría cuando perdía y “si lloras te apago la computadora ¿ok?”. Hasta que llegó la navidad, y en Discovery Kids vio la publicidad del New Super Mario Bross Wii que permite “cuatro jugadores papito: Tu, mamita, mi hermanita y yo. ¿Qué chévere no papito? ¿Me lo vas a comprar por navidad no papito?”. Si señores, fueron casi dos meses de escuchar los ruegos de Sebas pidiéndonos a Angélica y a mi que por navidad le compremos el Nintendo Wii porque “es baratito papito, mira aquí dice en la revista: Cuesta 999 nomás. Barato no papito?” Solamente lo miraba y deseaba dentro de mi que algún día sus hijos le digan lo mismo.

Llegó la navidad y gracias a Dios pudimos comprarle el Nintendo Wii que tanto quería y su juego New Super Mario Bross. Claro, además del cargador de baterías de los mandos, y del mando adicional “porque tienes que jugar conmigo papito”, y del transformador porque la consola es para 220V. Desde luego eso no está incluido en el baratito 999 ¿no hijito?

Lo cierto es que esta vez le agarré por fin el gusto a los videojuegos. Y no porque la tecnología de la consola es alucinante (en verdad lo es), ni porque los juegos son divertidos; creo que la razón es que ahora mi compañero de juegos es Sebastián. Es cierto, reniego muchas veces con él durante el juego, lo acepto, pero nuestras jornadas en el Wii terminan siempre entre besos y abrazos, y con la promesa que para “la próxima no voy a renegar tanto hijito”. La paso tan bien con mi hijo, aún cuando sigo siendo malo para el juego, pero ya va llegando el día en que el me supere porque está aprendiendo a jugar. Llegará pronto el día cuando sea el quien reniegue conmigo porque no lo dejo avanzar. Amo compartir esos ratos con él jugando Mario Bross.

Mucho cambió desde el Atari de Sombrita hasta el Wii de Sebastián. Cambió tanto como aquel niño que rechazaba el Atari y que hoy disfruta del Wii.

Let´s we go!!!!